Manuel Bernal El seminarista de los ojos negros Lyrics
Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubios cabellos
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuerpo,
y que por la espalda casi roza el suelo.
Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo, a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubios cabellos
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre a su paso le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tarde va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y llegan las tardes plomizas de invierno,
y la salmantina de rubios cabellos,
desde la ventana de un casucho viejo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos, no, ve solo a uno de ellos,
al seminarista de los ojos negros.
Cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
en vez de sotanas, marciales arreos.
Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirle: -¡Te quiero!, ¡Te quiero!,
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
Y a la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.
Un seminarista sin duda era el muerto;
pues cuatro, llevaban en hombros su féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en las filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.
La niña, mira con temor el séquito
los conoce a todos a fuerza de verlos...
sólo, sólo faltaba entre todos ellos...
el seminarista de los ojos negros.
Corrieron los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una pobre anciana de blanco cabello,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Vieja, sola y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...
Corregida por cortesía de:
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